A los 17 años me fui a Viena de vacaciones yo sola. Una semana en septiembre, justo antes de que empezara el instituto. Conocía unas chicas ahí, y me quedé en su casa.
Entre las muchas cosas que me llevé de ese viaje (los currywurst por la calle, la Sezession, leer en los cafés, el Albertina y el Schöbrunn, el pan oscuro rico, ¡los yogures!, y sobre todo estar a mi bola) me impactó que los platos, vasos y tazas de su piso fueran todos distintos. Bonitos, de colorines, pero cada uno de su padre y su madre. No es que yo viniera de una casa con el servicio de platos de La Cartuja, pero nuestros platos, vasos y tazas sí eran todos iguales. Aquello me pareció una maravillosa locura -benditos 17 años, lo sé, no estaba yo descubriendo nada nuevo. O mejor dicho: sí, lo estaba descubriendo para mí. Cuando luego fui a la universidad -pude estudiar fuera de casa, en Venecia- me di cuenta de que eso de tener los platos distintos no es necesariamente bonito y bohemio.
Ahora mi servicio de platos es mezclado y bonito. Nada de colorines: solo blanco y azul. Hay Sargadelos, hay platos de mi abuela, hay otros de bazares y mercadillos. No tengo «el servicio bueno», tengo el malo: una pila de platos básicos de Ikea, supervivientes de los talleres, que saco si hacen falta muchos o si es posible que se rompan. Pero para el día a día en casa se come en los platos azules. Y a veces me acuerdo de Viena, y de mi, en 1990.
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